Anita González es periodista de la Universidad Católica del Norte y Magister en Romanística y Alemán como segunda lengua de la Universidad de Heidelberg. Actualmente ejerce como profesora de alemán para alumnos extranjeros en un colegio estatal. Paralelo a ello, dedica importante parte de su tiempo a la escultura.
El sol paterno y deslumbrante de mi Norte chileno es una ausencia que llevo conmigo, pero que a la vez ha sido impulsora de una parte muy significativa de mi desarrollo en Alemania: mi actividad plástica.
Cada vez que el avión empieza a bordear la costa de Antofagasta percibo esa enorme luz que se cuela por las ventanillas y me desvela el imponente escenario natural en el que se ubica mi Antofagasta. Siento esa caricia tibia por mi cara y mis manos. “Este es el saludo de mi tierra”, me digo, antesala al recibimiento emocionado y cálido de mi familia.
Vivo hace 15 años en Heidelberg, y como dice una antigua canción local “Ich habe mein Herz in Heidelberg verloren” (he perdido mi corazón en Heidelberg). En mi caso, no puede ser más cierto. Sin embargo, la crudeza del invierno alemán, el sol esquivo gran parte del año, activaron en mí desde un inicio una búsqueda inconsciente de compensar esa falta luz y calidez, lo que me condujo a la cerámica y escultura.
Cada vez que me lo permitía la exigencia de los estudios en Heidelberg, me refugiaba horas eternas en modelar unas voluptuosas mujeres de arcilla, las que alguna vez empecé en mi etapa escolar en el Instituto Santa María de Antofagasta. No podía detener mi trabajo hasta descubrir la expresión de mis damitas redondas. Creo que es parte de los seres humanos buscar mecanismos para restituir lo que se ha perdido y en esta actividad de modelar revivo sensaciones pasadas, pero también he sumado nuevas.
Ya llevo varias exposiciones y ahora son torsos masculinos los que dominan mi trabajo. Aún no me deja de emocionar que personas de otra cultura le den valor a este quehacer sin pretensiones, surgido en horas nostálgicas.
Actualmente puedo decir que mi mayor fuente de luz es la sonrisa de mis alumnos. Casi todos ellos provenientes de regiones en crisis y con poca esperanza de volver a su tierra natal, me dan fuerza para sobrellevar este difícil periodo de pandemia. Sus travesuras y ocurrencias transforman mi incertidumbre y tristeza, en esperanza.
Es vital la luz y como hija del desierto crecí con abundancia de ella. Espero muy pronto sentir el abrazo del sol nortino y que sus destellos generosos me conduzcan al regazo cálido de mi familia.