Nathalie Morales Rivera (31 años)
Periodista

Estudió en la Universidad Católica del Norte, para más tarde trabajar en el diario El Mercurio de Antofagasta y luego participar del proyecto Creo Antofagasta. Hace tres años se radicó en Australia (Brisbane).

Mi primer viaje fuera de Chile lo realicé en 2013. Estuve lejos por casi un mes y cuando volví, tras bajar del avión, caminar por las puertas de desembarque hasta llegar a las cintas de entrega de equipaje y salir del aeropuerto, paré por dos segundos, y mi primer pensamiento fue: “mis cerros hermosos, he vuelto”. Ese sentimiento se ha repetido cada vez que regreso a Chile y me reencuentro con mi tierra y su costa.

Si algo extraño, aparte de mi familia, amigos y sobre todo mis Marías y Chobolito (sobrinos), son los paisajes que diariamente nos entrega el Norte… esos amaneceres con el sol madrugando entre los cerros cubiertos de camanchaca, humedeciendo y agitando la vida en rincones donde todos pensaríamos que sólo hay tierra yerma. Mientras que por las tardes, nos deleita ese cielo que se torna naranja, abrigándonos el alma con los últimos rayos de sol y la sutil brisa marina, que nos sala el rostro y agita la tierra en la orilla de los cerros.

Es que cuando se nace en el norte, en medio del desierto y el mar, las perspectivas de la belleza cambian y la aridez que tiene ese atractivo indiscutible, pero invisible para muchos, pesa en el corazón.

Me encanta y disfruto los campos verdes, los caminos rodeados de árboles que entregan sombra y los parques, pero me siento en casa cuando recurro a mis recuerdos y me hallo en el suelo, de espalda mirando el cielo oscuro repleto de estrellas, sabiendo que alrededor nuestro no hay nada más que el desierto con sus cientos de historias de hombres perdidos.

Crecí los primeros años de mi vida en María Elena, la pampa, y teniendo unos seis años, aún recuerdo estar parada en alguna calle cercana a mi casa, muy próxima al Liceo Arturo Pérez Canto, contemplando el sol desvanecerse entre las casas cubiertas de ese polvo amarillo, tan fino como la maicena y que pareciera quebrarse, mientras se pega en los zapatos. Me recuerdo pequeña, rodeada de casas y frente a un infinito constante. Esa imagen me acompaña siempre, tanto que he tenido que volver reiteradamente a esa pampa hostil que tanto llama a quienes vivieron bajo esas casas de techos de calamina y paredes cubiertas de cal.

Desde hace tres años que he estado oficialmente lejos de Chile, dos los viví en el norte de Australia, donde las temperaturas abrasan durante el día y me hacían recordar las tardes agobiantes del desierto y sus noches frescas. Dos años en los que el consuelo por estar lejos de mi tierra, era mirar en las calles cafés perderse los últimos rayos de luz del día. Hoy partí de aquel lugar, pero sólo buscando mi otra mitad, la costa. Porque si he de extrañar algo, es el desierto y el mar, tan diferentes, bellos y tan lejanos al mismo tiempo.

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