María José Alanis Pozo

Antofagastina y periodista titulada de la Universidad Católica del Norte, trabajó en Revista Tell, La Chimba Cocina con Sentido, el sitio web Soy Antofagasta y La Estrella de Antofagasta. Desde 2018 vive en Canadá.

Nací en el desierto hace 32 años, en una familia de clase trabajadora unida a la cultura minera y me crié en guetos del sector norte de Antofagasta. Muchos considerarán que ser antofagastino no es una tarea fácil: hay que ser valiente para vivir en la Perla del Norte, y como no, si estamos rodeados por la inclemencias propias de ser un territorio de sacrificio. Pese a eso, no puedo refrendar el sentimiento de pertenencia hacia esos cerros pelados y ese mar que a veces violento, acaricia la costa. ¡Es una belleza!

Tenía 29 años cuando me embarqué en el avión que me llevaría a Toronto, Canadá. Esto luego que tuve la suerte de obtener una visa de trabajo del programa Working Holiday. De eso, ya han pasado tres años.

Al evocar el rocío del mar y la cordillera de la Costa junto con los olores propios de mi tierra, parece que vuelvo a conversar con mis recuerdos que me llevan a rememorar uno de los episodios más dulces de la niñez nortina.
Recuerdo cuando corría por las calles aledañas de mi hogar, por diciembre de 1999. Engalanados con nuestras mejores tenidas, esperábamos entusiasmados el cambio de siglo.

Mi madre cocinando un pollo al horno con variados acompañamientos y el exquisito olor a “cola de mono” inundando toda la casa, de calle Lorenzo Arenas. A eso de las 22 horas, todos nos sentábamos a cenar mientras mirábamos en la televisión el conteo regresivo para el cambio a la nueva era. Mi hermano Juan Pablo y mi hermana Cony (ambos mellizos) debatían sobre lo que se venía. Juan Pablo aseguraba que era inminente la llegada de los robots y los autos voladores, mientras mi hermana comentaba tímidamente que los ángeles vendrían a visitarnos y enjuiciarnos en lo que se denominaba para los cristianos como el Juicio Final. Esto último lo habrá escuchado de algún loco que se dedicaba a predicar calamidades asegurando que el cambio de era sería el momento cúlmine de nuestros pecados para la posterior salvación.

Éramos solamente niños.

Diez minutos para las doce, mi madre Pamela comenzaba a retirar rápidamente los platos, para luego limpiar la mesa ante la llegada inminente de familiares y vecinos, y la larga fila de abrazos y buenos deseos para el nuevo cambio de siglo… Un siglo que dejaría en el olvido las expectativas infantiles de mis hermanos para abrirse paso con terremotos de proporciones bíblicas, guerras y revueltas; y una pandemia mundial. Y aquí seguimos, sobreviviendo.

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