Por: Camilo Araya Fuentes y Alex San Francisco

Benjamín Ballester es arqueólogo de la Universidad de Chile y candidato a Doctor por la Université Paris 1 Panthéon-Sorbonne. Actualmente trabaja en la Universidad de Tarapacá y en el Museo Chileno de Arte Precolombino, además de ser editor de varias revistas científicas. Sus investigaciones se han centrado en la arqueología costera, la teoría arqueológica y el coleccionismo. Hace poco tiempo lanzó el libro En busca de la balsa perdida. Las redes y biografías del coleccionismo, a través del sello antofagastino Pampa Negra Ediciones, en el que indaga la trayectoria de una antiquísima escultura de piedra desde el valle del Elqui, hasta Alemania. Ballester investiga este mismo fenómeno de diáspora de objetos precolombinos de la región de Atacama hacia distintos lugares del planeta, proceso que detona con la invasión europea del desierto, pero que se habría incrementado con fuerza entre las décadas de 1850 y 1950, de manos de coleccionistas, investigadores y marchantes de arte indígena.

En primer lugar, nos gustaría tener tu opinión sobre el lugar que ocupa el desierto de Atacama y en específico la región de Antofagasta en la historia cultural del norte de Chile.

El desierto de Atacama no se puede entender sino inserto en este gran desierto que domina parte del Perú, Bolivia, Argentina y todo el norte de Chile. Sus fronteras son ficticias en lo físico, social y cultural, una construcción de la historia y la arqueología de los últimos cien años. El desierto es imponente y no cabe duda de que marcó la vida de quienes allí han vivido desde los primeros pasos del ser humano hasta el presente, tal como lo seguirá haciendo hacia el futuro. Estas improntas se expresan también en lo cultural, en la manera en cómo los pueblos, colectivos y personas se identifican y distinguen entre sí a la hora de construir su realidad. Es el caso, por ejemplo, del arte rupestre precolombino, protagonizado por seres y prácticas ligados a este paisaje, como camélidos y pastores, pero también en la era de las salitreras de los siglos XIX y XX, donde la cultura pampina emana y se empapa del desierto, el caliche y el sol.

La franja de desierto ocupa un lugar relevante en la historia cultural del norte de Chile. La cuna de la pesca y la caza marina, el antecedente social, económico y tecnológico de las actuales prácticas de captura oceánica. Basta observar los anzuelos y pesas, sumamente similares a las que se utilizan hoy. Para qué hablar del arpón, que más allá de las diferencias materiales, es tecnológicamente el mismo al que se usa en la caza artesanal de la albacora. Es impresionante la profundidad de las raíces de las costumbres actuales hacia el pasado, y no solo a nivel de los aparejos materiales, sino también de todos los conocimientos sobre el movimiento de los peces, la calidad de las aguas, los vientos, las estaciones, etc. Hoy se vive con un cuerpo de conocimientos que es herencia de ese pasado, tanto reciente como precolombino.

¿Cómo eran los círculos culturales de coleccionistas en Antofagasta en la época en que se formaron buena parte de estos archivos materiales?

Con el auge del salitre, el guano, el cobre y la plata en Antofagasta, llegaron a estas tierras y costas miles de extranjeros. Un fuerte espíritu extractivista se asentó en la región; extraer era -y sigue siendo- un leitmotiv, un impulso profundo que movía a las personas en sus actos, pasiones e intereses. Esto significa que extraer no era una cuestión exclusivamente económica o productiva, un mero negocio, sino más bien una forma de relacionarse con la materia de un medio entendido como un universo a explotar. Todo era apropiable, extraíble, enajenable. El desierto y el mar eran una fuente de recursos para el ser humano, una despensa infinita cuya existencia dependía -así se creía- en las necesidades del ser humano global. En esos años -tal como hoy en día en algunos círculos sociales-, poseer objetos indígenas era símbolo de intelectualidad y conocimiento, un potente marcador de estatus y prestigio. Es así que mineros, ingenieros, topógrafos, expertos en comunicaciones, geólogos y comerciantes salían los días libres a recorrer el desierto en búsqueda de yacimientos arqueológicos, pala y picota en mano, acompañados muchas veces de obreros para excavar cementerios y abrir tumbas humanas, desde donde sacaban objetos extraños y desconocidos que poco a poco fueron ocupando un rol protagónico en la cultura material de las nacientes ciudades y puertos de Atacama. Una vez insertos en el escenario local, rápidamente entraron en lo que el antropólogo James Clifford define como el “sistema arte-cultura”, una red global de circulación de objetos, imágenes e ideas en una economía de mercado. Hablo constantemente en pasado, pero lo cierto es que esta práctica sigue, pese a las leyes, tan vigente como antaño.

En la región de Antofagasta ha habido muchos círculos de coleccionistas y marchantes de obras precolombinas e indígenas. Figuras abundan, otra cosa es que su historia y existencia sea por completo desconocida. Hay personajes, sin embargo, más famosos, como Augusto Capdeville, Aníbal Echeverría y Reyes, Galvarino Ponce y Paul Thommen. Entre los nombres menos conocidos están, por ejemplo, Cyrill Kirkland, Henry Tiffaine, Melquiades Díaz-Casanueva, Aniceto Rodríguez, Oskar Schmidt-Pizarro, y así, la lista podría ser eterna. Todos ellos se conocían bien, se reunían a conversar y discutir sobre temas americanistas, salían juntos de campaña y exhibían, en algunos casos, sus objetos en colectivo. Eran verdaderos círculos de coleccionistas, grupos de conocedores en su gran mayoría extranjeros o descendientes de inmigrantes, de clase burguesa y ligados de alguna manera a la economía minera. Sus historias, vínculos, experiencias y empresas son prácticamente un misterio, pero también un tremendo desafío de investigación para el presente y el futuro, pues en sus manos -literalmente- estuvo la cultura material de los antiguos habitantes de Atacama, y de ellos dependió el flujo de estas obras por el mundo, lo que las ha llevado a estar hoy en museos e instituciones de prácticamente todos los rincones del planeta.

¿Cuál ha sido tu evaluación respecto del patrimonio cultural de la región disperso fuera de Chile? ¿Qué piensas respecto a la demanda de algunas comunidades por la restitución de estos objetos?

La cantidad de objetos y cuerpos humanos provenientes de Atacama dispersos por el mundo es sorprendente, probablemente inconmensurable. Harán falta varias décadas y cientos de investigadores/as para poder cuantificar su flujo desde el desierto por el globo. El desafío es mayor, imagínense poder trazar todo el cobre que ha salidos desde Atacama hacia sus destinos finales, una pesquisa por tendidos eléctricos en Yokohama, celulares de Taipéi, transistores en Dakar, calcetines con fibra de cobre en Sídney e, incluso, uno que otro componente de algún satélite que ronda nuestra estratósfera a miles de kilómetros de altura. Puse el ejemplo del cobre no por casualidad, sino para alimentar con un argumento la pregunta. ¿Podemos pedir la repatriación de todo el cobre que ha salido de Atacama? Podríamos decir que es nuestro, no olvidemos que es un recurso nacionalizado, de todas y todos quienes vivimos en Chile. Yo podría decir que sí, seguro que el dueño del celular de Taipéi me diría que no, dado que pagó por su aparato, lo mismo diría toda la enorme y casi infinita cadena de personas que liga a este dispositivo con la veta de dónde se extrajo el mineral. Bueno, algo similar ocurre con las obras precolombinas que salieron de la región, pues muchas de ellas se sacaron cuando no había leyes que lo prohibían o se vendieron legalmente y a “precio de mercado”, inclusive con la ayuda de personas descendientes de los pueblos que las manufacturaron hace cientos o miles de años atrás. En otra época las lógicas también eran otras y es muy difícil juzgar con la mirada actual hechos movidos bajo circunstancias y mentalidades diferentes.

Ahora bien, considero atingentes y respetables las demandas de los pueblos originarios y de las comunidades locales por la restitución de bienes, en especial porque son colectivos que históricamente han sido atropellados y explotados, invisibles o secundarios de una historia escrita por las elites que, justamente, se dedicaban a coleccionar estos objetos. En ese sentido respaldo sus demandas, pero el problema es, muchísimo más complejo, pues lo que me preguntaría antes de apoyar cualquier restitución es el para qué y con qué consecuencias. A mi manera de ver, hoy este debate se encuentra entrampado en una cuestión de propiedad: ¿de quiénes son estos objetos?, ¿míos, tuyos o de ellos? El fondo es quién es el dueño de estas cosas, un debate que se funda y sustenta en el problema de la propiedad privada, el que, muchas veces, tiene un desenlace que se mueve bajo la misma lógica económica, transformando a estos objetos en restitución -o territorios, recursos, tierras, etc.- en capital del mismo sistema capitalista. En este sentido, por ejemplo, no estoy de acuerdo con restituir al famoso “hombre de cobre” para que se exhiba en el hall central del edificio institucional de Codelco o que se convierta en una apología al extractivismo minero de Atacama. Tampoco en traer objetos para ponerlos en un museo para luego cobrar entrada al resto de las personas. En pocas palabras, estoy de acuerdo con una restitución para darles una categoría colectiva y pública, pero no para pasarlos de mano en mano dentro de la misma lógica mercantil y capitalista de la propiedad privada.

Asimismo, hay que saber evaluar las consecuencias de apoyar la restitución, pues, aunque las naciones europeas y norteamericanas sean las más colonialistas en el escenario global, lo cierto es que Chile, en tanto Estado-Nación, no se queda atrás en el ámbito sudamericano y la historia de Chile es fiel reflejo de aquello. Los museos nacionales se encuentran, también, repletos -a otra escala de objetos de diferentes países y locaciones que, de apelar a la restitución, deberían devolver a sus lugares de origen. Es fácil registrar en las colecciones de museos chilenos piezas peruanas, polinésicas, bolivianas, amazónicas, mesoamericanas y egipcias, incluso hay objetos de origen europeo, de allá mismo de dónde estamos pidiendo que nos devuelvan cosas. Algunos de nuestros museos y bibliotecas aún almacenan objetos saqueados por los militares chilenos cuando arrasaron Lima.

¿Tienes alguna reflexión acerca de las políticas culturales del país, sobre todo en relación a la vinculación de los museos, archivos y las comunidades ancestrales u otras agencias locales?

Tengo muchas y ya he soltado algunas. Pero lo primero que habría que decir es que, en la actualidad, y seguramente como herencia de nuestro pasado, la institucionalidad de los museos y el patrimonio en Chile no da abasto y funciona de manera precaria. Es cosa de verlos museos del Estado en regiones que ni siquiera tienen profesionales preparados en sus áreas de trabajo: el Museo de Antofagasta, por ejemplo, no tiene arqueólogos/as o conservadores/as y desde hace décadas tienen cientos o miles de objetos sin inventariar, para qué hablar de su adecuada preservación o embalaje. Este es uno de mis mayores contraargumentos a la misiva ortodoxa de la restitución de todo, pues no tenemos las condiciones para hacernos cargo de esas cosas que, supuestamente, consideramos tan valiosas e importantes. Si creemos que esos objetos y cuerpos deben cuidarse y ponerse en valor, lo primero es prepararnos y crear las condiciones para otorgarles ese valor, pero retornarlas para tenerlas arrumadas en bodegas cerradas con candado no tiene ningún sentido. Sería un esfuerzo inocuo, pues, a mi manera de ver, el valor de estas cosas que llamamos patrimoniales está en su socialización, no en su posesión por su posesión. Nuevamente, no es una cuestión de propiedad privada, sino de propiedad colectiva. Por eso es importante la memoria histórica, también de los propios museos: recordemos brevemente la historia del Museo de Tocopilla y el destino fatal de sus colecciones, o del antiguo Museo de Calama o el de la Universidad del Norte una vez instaurada la Dictadura Cívico Militar. ¿Para qué acumular si no nos haremos cargo en el futuro? Algo que he aprendido es que coleccionar implica un compromiso con las cosas que se atesoran, un lazo que debe trascender a las personas y al tiempo, con un fin público y social.

Es fundamental que las comunidades locales logren crear sus propios sistemas de manejo de museos y archivos, para así producir sus propios relatos de la historia y el universo. Orhan Pamuk, señala que los museos del futuro deben aludir a la singularidad, a lo micro y local, ya basta de grandes edificios y metarrelatos de la realidad universal. Lo que se necesita es poner acento en la diversidad y heterogeneidad de experiencias y saberes, y no solo de pueblos originarios y ancestrales, sino de todas y todos quienes nos queremos sentir identificados con una historia y un mundo, con una manera de ser y sentir. El museo es para todas y todos, hagámoslo entonces todas y todos. Pero para esto es necesario crear ciertas condiciones, en especial en lo relativo a la formación de profesionales, técnicos, académicos e intelectuales que vivan y sientan desde lo local. Las universidades regionales están al debe en las ciencias sociales, artes y humanidades, herencia del proyecto implementado a fuerza de fusil en la Dictadura, pues no debemos olvidar que una de las escuelas de Arqueología y Antropología más importantes de Chile estuvo en Antofagasta en las décadas de 1960 y 1970, clausurada por los intereses militares y la necesidad de eliminar cualquier voz crítica en la región. Para dotar de fuerza nuevamente a las regiones y comunidades, se necesita formar muchísima gente con conocimientos, técnicas y altura de miras, labor en que las universidades, institutos, museos y escuelas son clave. Ahí, creo yo, hay que enfocar todos nuestros esfuerzos, mucho antes de pensar en traer otra vasija de vuelta.

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