Por: Néstor Rojas Arias
Fotografías: Juan Pablo Loo Olivares, Edgardo Solís Núñez
Cada 21 de marzo, el sol emerge desde la Cordillera de los Andes para trazar en los Saywas de Vaquillas, en una alineación perfecta, el equinoccio de otoño, el momento en que la noche y el día son iguales.
Estos hitos sagrados de piedra, profundamente asociados al culto solar inkaico, hasta el día de hoy nos hablan de la grandeza y ritualidad del Tawantinsuyu.

Los Saywas de Vaquillas señalaban un hito relevante del camino al ser también considerados el límite entre el corregimiento de Atacama y el reino de Chile.
Lejos de ser un lugar hostil e indómito como muchos podrían imaginar, la puna es un espacio vívido, que involucra 13 mil años de procesos culturales. Una historia que se remite, primero, al encuentro de bandas de cazadores recolectores con los prístinos paleohumedales pleistocénicos del salar de Punta Negra. Luego, a otros grupos que habitaron el alero rocoso de Tuina al oriente de Calama y San Lorenzo. Hasta ocupar prácticamente todos los pisos ecológicos de la región donde se gesta el incipiente desarrollo de la agricultura, los textiles y la cerámica, hasta su materialización en un tipo de vida aldeano. Paulatinamente, se entablan vínculos con otras zonas geográficas por medio de complejas redes de intercambio de bienes de subsistencia, prestigio e ideas, utilizando como vehículo las caravanas de llamas.

El arribo de Tiwanaku marcaría una influencia ideológica y cultural en los nuevos poblados, incrementando los bienes tecnológicos y ganaderos locales, algo que se mantendría hasta su decaimiento en el área nuclear de esta cultura. En la región habría un reordenamiento social, con la incorporación de nuevos grupos altiplánicos a la conformación de identidades de tradición local. Emergen reinos y señoríos independientes como son los Lupacas, Carangas, Pacajes, Collas, Atacamas, Chichas, Omaguacas, entre otros. Algo observable en la apropiación territorial expresada en ocupaciones a pie de puna como San Pedro de Atacama y Chiu-Chiu y los pukarás de Quitor, Lasana, Turi y Chiu-Chiu distribuidos entre los 2.500 y 3.000 m.s.n.m..
Paskana y Aguada de Quebrada del Calvario.
Próximo a los Saywas este espacio proveyó de recursos naturales para el descanso y reaprovisionamiento en la ruta.

El Inka marcaría un punto de inflexión en esta historia, otorgaría una nueva estructura al territorio empleando la vialidad, la demarcación y la arquitectura. El Qhapaq Ñan conectaría, por un lado, tambos, colcas y centros administrativos, y por otro generaría espacios sacralizados como las saywas de Tocomar, Vaquillas y Ramaditas para demarcar el territorio en momentos específicos del calendario andino. Estos procesos culturales dan cuenta de una estrecha interacción entre espacio y seres humanos que, a través de asentamientos y circuitos de movilidad, le otorga significancia al territorio puneño. El espacio cobra vida a pesar de su inicial apariencia agreste y desolada. El simple acto de habitar un espacio le confiere un carácter vivido, nos entrega certeza de que al hacernos presente hoy por hoy en la puna desértica estamos frente a un paisaje culturalmente vivo que produce y reproduce memorias, ideologías y narrativas.