Andrea Amosson
Nació en Antofagasta y actualmente reside junto a su familia en Texas (Estados Unidos), tras un extenso peregrinar por Serbia, Montenegro, Costa Rica, Ucrania, Hungría y España. Andrea Amosson (47 años) es periodista de la Universidad Católica del Norte y egresada del Magíster en Literatura Hispanoamericana y Chilena de la Universidad de Chile. Es una de las escritoras nacionales más destacadas del momento y entre sus logros destacan varios premios internacionales por sus novelas y cuentos.
Que es el desierto sino la infinita acumulación de ideas. La idea de la sequía, la del bosque en huelga indefinida, la del minero machacando la roca, la de una niña demasiado flaca y débil como para nacer y crecer allí, dar sus primeros pasos y más tarde sus primeros besos con labios salados, mejillas rojas, custodiada por un sol portentoso y el vapor del Pacífico.
Que es el Atacama sino la capacidad infinita de renacer, de echar raíces entre las piedras, taladrar con dedos vegetales el fondo duro de la tierra hasta encontrar las vetas y las aguas ocultas. Nacer, vivir y morir allí, en el desierto. Oh, si ella pudiera, si las agujas del tiempo dieran marcha atrás y floreciera la niña en las calles de la infancia y la adolescencia antofagastina.
Habitó la pampa salitrera, la niña fue un crecer entre polvo de faenas y extremos, con visitas regulares a una Antofagasta fructífera al sur y agonizante al norte, un espejo de Chile, el reflejo de la desigualdad que observaba también en Pedro de Valdivia.
Cuando Antofagasta volvió a ser su hogar definitivo, descubrió que ya no era la calle única de su memoria sino que un laberinto, un mapa del cual había perdido su clave y pasó adoleciendo años para comprenderla, para volver a quererla.
Pero la niña ya no es niña, ni es joven ni es flaca, el ancla del cerro mayor no consiguió retenerla. Es adulta ahora y camina en tierras lejanas y habla otras lenguas, aunque persiste en el ser pedrina y antofagastina, nortina y chilena y no cualquier chilena, sino que una del desierto.
El Atacama le ha dejado una huella, un lunar grande y asentado en la frente que ejerce poder sobre sus vivencias, impone visión y música, cual luna cantándole a las olas.
La niña ya no es niña, ni es joven ni es flaca. No es más que la infinita acumulación de ideas, de vidas, ciudades y pueblos, lluvias y sequedades. No es más que un desierto convertido en madre y esposa y un poco lancha pesquera dejada a voluntad de la marea. Es lobo de mar robusto, moreno y peleón.
Y áspera como su tierra, a donde siempre desea regresar.