Por: Patricio Vega Contreras
Fotografías: Jule Kühn

Viaja todos los días cuatro horas en tren (ida y vuelta) para hacer clases a alumnos de diferentes nacionalidades en una escuela estatal en la ciudad de Worms (Alemania), en una labor que la apasiona y le entrega nuevos aires para complementar la docencia con la escultura. Como buena nortina, le gustan los desafíos.

Hace 17 años, la periodista y escultora antofagastina, Anita González, partió de Chile e hizo de Heildelberg su hogar, una ciudad universitaria que respira historia y cuyo emblemático castillo en una colina vigila silenciosamente la vida de sus habitantes.

Aquí el sol es esquivo, los días están ausentes de colores y el frío estremece todo el cuerpo, pero, curiosamente, es campo fecundo para dar vida a esculturas de rostros masculinos de profunda seriedad y también a unas coquetas mujeres voluptuosas. Por cierto, dos sellos de su arte.

A miles de kilómetros de distancia del desierto, su nombre comienza a tener protagonismo gracias a sus exposiciones y la importancia que ya alcanzan sus obras en Alemania, tan distante en idiosincrasia y cultura del norte de Chile. El trabajo silencioso es una constante en su vida.

Precisamente, esta profesional titulada de la Universidad Católica del Norte y magíster en Romanística y Alemán de la Universidad de Heildelberg admite que la lejanía de su familia la ha hecho más vulnerable con los años, de ahí que el proceso creativo esté cargado de nostalgia y de regresar cada cierto tiempo a contemplar la luminosidad del desierto y el azul profundo del mar antofagastino.

De voz suave y con su característica cabellera risada, Anita tiene nuevos desafíos para seguir creando en el ámbito de la escultura, cuya inquietud nació cuando estudiaba en el Instituto Santa María de Antofagasta. Ahora, en tierras germanas, vuelve junto a su marido en forma más seguida a Chile para nutrirse del calor familiar.

Esa parece ser la fuerza que la estimula a seguir con esta pasión que cada vez gana mayor protagonismo en su vida, que comenzó de manera tímida y en estos momentos ocupa gran parte de su tiempo, eso sí, cuando no está haciendo clases a niños y jóvenes extranjeros, muchos de ellos turcos, árabes y ucranianos.

Todo ello alimenta su proceso creativo en el arte plástico. “Modelar un trozo de arcilla es darle una definición tridimensional a una emoción, a un sentimiento que a veces es gatillado por cosas muy simples, ideas en el aire que me piden una forma. En la etapa final del proceso, cuando la figura adopta un carácter, es como si me hablara”, explica.

¿Qué viene para Anita González? Sólo ella lo sabe, pero está claro que la añoranza de la luz del desierto seguirá guiando las obras de esos rostros serios y enérgicos y de esas siempre coquetas gorditas.

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