Por: Paula Meza brito
Fotografías: Carolina Alma López Santa Cruz

Esta inquieta e idealista arquitecta, diplomada en patrimonio cultural y con profundos vínculos en el Alto Loa, logró revivir una pasión descubierta en su infancia a través de la sencillez de la arcilla. Y es, junto a su padre y al desarrollar el oficio que él le transmitió, el lugar donde encuentra un profundo orgullo por sus raíces indígenas y su trabajo como alfarera. El proyecto “Alma Atacameña” refleja la esencia de padre e hija y representa la pasión, el compromiso y el alma de una cultura.

¿Cómo te iniciaste en el oficio ancestral de la alfarería tradicional?

Mis primeros pasos se inician a los 8 años, de las manos de mi padre Floridor Ayavire; cultor Lickanantay, nacido y criado en el pueblo de Toconce. Por la temprana muerte de su madre, él hereda este oficio de su abuela, Patricia Choque, antigua alfarera del pueblo. Al notar mi interés por el modelado en plasticina, él me transmitió esta práctica a modo de juego y me presentó la arcilla, para que pudiese jugar en el patio, sin que mis figuras se derritiesen al sol. Así, abracé este material como el mejor amigo para entretenerme, sin darme cuenta de que sería el principal responsable del desarrollo de mi motricidad fina, definiendo además, un claro interés hacia las artes, que me llevarían años más tarde por el área del diseño y la arquitectura.

¿Por qué “Alma Atacameña”?

Alma es mi segundo nombre y en un comienzo lo utilicé como seudónimo. “Carolina Alma es atacameña”, es igual a “Alma Atacameña”. Así también, está vinculado a mi pasión y a cómo nace este trabajo. Desde mi profesión, ha sido muy difícil darle lugar a este oficio, debido a que detrás hay una lucha interna y familiar, resultado del esfuerzo de muchos años de mis padres. Y mi reencuentro con la arcilla nativa, marca y revive una pasión que tuve desde la infancia. En el camino siempre tuve muchas inquietudes, pero sólo hasta que volví a tocar este noble material, sentí que logré llenar el vacío que me dejó abandonarlo. Era tan mío, que volvió como un juego, como un lenguaje, que se compenetra con mis sentidos y me permite mostrar lo que pienso, siento y veo.

¿Cuál es el sello personal que impregnas en tus obras?

Principalmente, creo que es el sentimiento que expreso de forma libre, sin saber si lo hago bien o mal, pero hecho desde mi alma y la de mi padre. La cultura es dinámica porque está viva, por cuanto es el producto de la sociedad y sus experiencias en un espacio y tiempo. No somos cuerpos deshidratados en un museo y el cuestionamiento en este tiempo y en el que viene debiese ser: ¿cuál es mi aporte desde mis experiencias y las de estas dos generaciones, padre- hija? En 2023, pleno siglo XXI, es válido que tengamos nuestras propias reinterpretaciones, otras tendrán las suyas, pero todas deben ser respetadas.

¿Cuál es la importancia de poner en valor este oficio y seguir heredándolo a las futuras generaciones?

Muchos oficios y saberes ancestrales fueron desmerecidos por cientos de años. Cuantiosos secretos y técnicas partieron con los abuelos y tardaron años de experiencia y errores en volver a cultivarse; es una pérdida irreparable para nuestra cultura. Por ello, es de suma importancia que aquellos que han logrado alcanzar un conocimiento o revivir una memoria de sus abuelos, la conserven y la transmitan a sus descendientes. Existe un valor agregado e irremplazable en las manos de un atacameño y es que se trata de una artesanía realizada con alma, tradición y herencia cultural milenaria.

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